Los métodos de la ciencia no se circunscriben únicamente a la ciencia

MARK HENDERSON. Editor científico de The Times; autor de 50 cosas que hay que saber sobre genética.

La mayoría de la gente tiende a concebir la ciencia de una de estas dos maneras. O bien piensa que es un cuerpo de conocimiento y un sistema de comprensión del mundo —y a ese fin contribuirían las nociones de gravedad, de fotosíntesis y de evolución, por ejemplo—. O bien considera que su contenido se centra en la tecnología surgida como consecuencia de los frutos de ese conocimiento —dando lugar a realidades como las vacunas, los ordenadores o los coches—. Lo cierto, sin embargo, es que la ciencia es ambas cosas, y también algo más, como ya explicó Carl Sagan de manera memorable en El mundo y sus demonios.

La ciencia como una luz en la oscuridad. Es una forma de razonar y el mejor modo ideado hasta la fecha (pese a que siga teniendo imperfecciones) para descubrir progresivamente la manera más adecuada de aproximarse a la realidad de las cosas.

La ciencia es provisional, puesto que está siempre abierta a la posibilidad de una revisión si así lo exige el hallazgo de nuevas pruebas. Es contraria al autoritarismo: todo el mundo puede realizar aportaciones en cualquiera de sus campos, y todo el mundo puede elaborar teorías equivocadas. Además, la ciencia se esfuerza activamente por someter a prueba sus afirmaciones, y se siente cómoda en medio de un mar de incertidumbres. Todas estas cualidades confieren al método científico una fuerza sin parangón, ya que lo convierten en el medio más sólido para averiguar cosas. Sin embargo, es frecuente comprobar que sus capacidades quedan confinadas en el interior de una especie de gueto intelectual: el de las disciplinas que históricamente han venido considerándose «científicas».

Entendida como método, la ciencia puede aportar grandes soluciones a todo tipo de indagaciones ajenas al terreno específico del laboratorio. Y sin embargo, en lo que se refiere a las cuestiones propias de la vida pública, seguimos comprobando que la ciencia parece hallarse poco menos que desaparecida en combate. Y también hay que recordar que tanto los políticos como los funcionarios tienden a no valorar sino muy de cuando en cuando la utilización que puede darse a las herramientas derivadas de la actividad de las ciencias —sean estas naturales o sociales— en lo tocante a la concepción de unas políticas más eficaces, e incluso en materia de captación de votos.

En los ámbitos de la educación y el derecho penal, por ejemplo, se interviene habitualmente sin haber sometido las cuestiones en liza a una adecuada evaluación. Ambas esferas del saber constituyen un terreno magníficamente abonado para la implantación de una de las técnicas científicas más potentes: la del ensayo aleatorio controlado. Y, sin embargo, rara vez se solicita la ayuda de dicha técnica antes de lanzarse a poner en marcha una o más iniciativas nuevas. Es muy frecuente comprobar que los estudios piloto resultan realmente irrisorios, dado que ni siquiera alcanzan a reunir las pruebas útiles que podrían emplearse para ponderar el éxito de una determinada medida política.

Sheila Bird, del Consejo de Investigación Médica de Gran Bretaña, por ejemplo, ha criticado el hecho de que en el Reino Unido se haya introducido una nueva directriz comunal denominada Orden de Tratamiento y Detección de Drogas para realizar un seguimiento de varios estudios piloto tan mal concebidos que resultan perfectamente inútiles. El número de temas incluidos en dichos estudios resultó ser excesivamente reducido y, además, los distintos elementos no habían sido sometidos a un proceso aleatorio, no se contrastaban adecuadamente las órdenes con las alternativas, y ni siquiera se pedía a los jueces que consignaran fehacientemente qué otros métodos podrían haber empleado para dictar sentencia contra los infractores.

La cultura de la función pública también podría aprender cosas de las tendencias autocríticas derivadas de la cultura científica. Como ha señalado Jonathan Shepherd, de la Universidad de Cardiff, tanto los campos dedicados a la adopción de medidas políticas y sociales como los ámbitos de la protección social y la educación carecen de los equipos de académicos y facultativos que tantos avances han permitido realizar a la medicina. De esta forma se dividirían las tareas a realizar en dos grandes grupos: el del trabajo práctico realizado por las personas que actúan sobre el terreno y el de la labor teórica llevada a cabo por los individuos que investigan, puesto que es extremadamente infrecuente que sea un mismo sujeto el que asuma el peso de ambas actividades. Ocurre que, sencillamente, no se insta a los agentes de policía ni a los maestros ni a los asistentes sociales a examinar los métodos que emplean en sus respectivos cometidos como acostumbran a hacer en cambio los médicos, los ingenieros y los científicos de laboratorio. ¿Cuántas comisarías de policía se han animado a poner en marcha algo que pueda considerarse equivalente a un grupo de discusión de artículos y planteamientos?

Tanto el método científico como el enfoque que este promueve, centrado en el pensamiento crítico, resultan demasiado útiles como para permitir que su aplicación se circunscriba únicamente al ámbito «científico». Si la ciencia puede ayudarnos a entender lo que sucedió en los primeros microsegundos de la creación y a aprehender la estructura del ribosoma, no hay duda de que también está capacitada para mejorar nuestra comprensión en otros terrenos, como el de la forma idónea de bregar con las apremiantes cuestiones sociales de nuestro tiempo.

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